Diario de Ruta 2018, Yucatán

Carretera Federal 180: el hoyo que sigue a Cancún

En pocos aspectos hallaremos tanto consenso como en el sopor que nos provocan las colas en los aeropuertos, la espera interminable para recoger el equipaje, e incluso la inevitable inquietud que nos despierta cruzar una frontera, sobre todo si es por primera vez. Sabido es que la suerte de muchos depende de la fortuna que tengan ante funcionarios de aduanas y policías. 

Como no venía a razonar mi adhesión al coro -en horas bajas- de los que sueñan con terminar con toda cuanta frontera existente, y no digamos ya los trámites que impiden a millones el libre albedrío por este nuestro planeta; diremos entonces que los 48 que salimos de Barcelona arribamos enteros a la terminal de bus del Aeropuerto Internacional de Cancún.

No sin antes comer por vez undécima en el día, si es que seguía siendo domingo, porque en Península desde luego que ya no lo era, pudimos hospedarnos y acordar vernos desayunando al día siguiente, lunes, entendimos todos. Había quién tenía ganas de juerga en el cuerpo, tras pasar diez horas seguidas sentados en una butaca haciendo zapping con la pantalla del avión, y comiendo hasta la saciedad ya para matar el aburrimiento.

La noche en Cancún, no se preocupen, discurrió tranquila, al menos detrás del vallado que separa las dependencias del hotel de la calle, donde para el hampa tocaba arrebato, y no era lugar, día ni hora de salir a buscar gresca, suficientes tiros habíamos visto en las películas del avión. O eso aconsejaron los empleados de la recepción, sin saber que se exponían así a una respuesta lapidaria de alguno de los catalanes allí presentes, pues bien podrían haber respondido que esperaban aventura en Cancún, no ‘Can Pixa’.

Afortunadamente, hablábamos del carácter predecible y funcionarial de la llegada a México, nada que lamentar: rellene el formulario de ingreso por aquí, enseñe el pasaporte, recoja allá su maleta y un poco más allá encontrará la llave de la habitación, donde se recomienda el descanso, en previsión de lo que tiene que venir. Descansados, desayunados e incluso bañados, tomamos el autobús que debía acercarnos a la dosis diaria de aventura, que aguardaba en Holbox.

Sucede que hay quienes practicamos el viajar antes por el ir que por el llegar.  La parte terrestre de la ruta Cancun-Holbox incluye el paso por carreteras que no son precisamente como una autovía, sino un híbrido entre carretera Nacional y carretera comarcal: velocidad reducida, tráfico congestionado, alta siniestralidad por la presencia incluso de animales que cruzan sin mirar; son los males de los que se suele acusar a las carreteras de doble sentido. Ya hay que ser retorcido para encontrarle el atractivo a una carretera nacional, de doble sentido, poco drenaje y triple peligro, añadiría la DGT.

Con estos guarismos presenciamos,  en la carretera Yucateca, arcenes inexistentes o de tierra cuando los hay, más transitados por escolares que por ciclistas. Para visualizarlo mejor, podríamos imaginar una carretera comarcal, de doble sentido, del noroeste español, de no ser por la casi total ausencia de carteles. 

No obstante, la carretera es segura porque el asfalto está en buen estado, si bien hay tramos en los que la vegetación estrecha el carril, en que uno no tiene claro si lo que piso es sendero o simplemente carretera pintada de verde. Es en este ambiguo espacio en el que el arbusto no termina de morir ni la pista de evitar su crecimiento, dónde las cosas pasan. Tal que así que viéndome asomado al pasillo del autobús, esperando para observar por segunda vez una señal de <<ceda el paso>>, una rama golpeó la parte más exterior de la luna.

La grieta, que supera el metro de longitud a lo largo del cristal delantero del bus, nos acompañará ya todo el día y quién sabe si el resto del viaje, si su crecimiento no la convierte en una compañera de viaje demasiado peligrosa. Nada por lo que preocuparse mientras al chófer no le apriete la corbata. Al fin y al cabo, teníamos el beneplácito local para transitar por el territorio, así nos lo hicieron saber en una de esas paradas que el cuerpo requiere.

Hidratados a conciencia a la sombra de la cantina de una estación de servicio a pie de carretera, continuamos el viaje tras recibir de manos de otra viajera una dulce pieza de fruta local, la fruta de la pasión. Prueba de que tomar una carretera de doble sentido, por impredecible, se torna excitante. La Virgen de Guadalupe, adorada en múltiples catedrales y gasolineras, nos echó una última mirada antes de volver a la carretera.

Había que comprender el mensaje antes de pisar la isla; el pasaporte puede ser importante cuando se viaja lejos, pero el respeto al territorio es innegociable. Por algo hizo la lluvia su aparición en los kilómetros finales del trayecto. Quedaba por vivir todavía en el bus otra para el recuerdo, nada menos que el presenciar el adelantamiento a un camión subidos a un vehículo que por su envergadura a duras penas callejea por el interior de los poblados mayas.

Ni que decir tiene la maniobra se completó con éxito, la carretera nos llevó a Chiquilán y de repente todo cobró sentido de nuevo: México se conoce como se abre paso uno, con líneas que no son continuas, cambios de rasante ante los que no queda más que imaginar el horizonte cruzando los dedos, y con un estrecho margen de error a los flancos. 

Por suerte, el hoyo resultó ser una isla maya, Holbox (se traduce por Hoyo Negro). Retomaremos la carretera federal 180 para seguir hasta Mérida, pero eso ya será el sábado, si la isla del hoyo negro no se traga a nadie. Habrá magia si hay camino, aunque sea difuso.

Carlos Vecino