Diario de Ruta 2008, Perú

¿Cuánto vale una imagen?

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Siempre me gustó la fotografía, imágenes que quedan para la posteridad y que puedo mirar cuando me entra la morriña. Pero a pesar de toda la tecnología existente las mejores imágenes son las que quedan en el fondo de mi retina, las que nunca se borrarán aunque entre un virus en el ordenador o se extravíe el álbum en una mudanza.

Y es que mis retinas volvieron saturadas de Perú, cada segundo que pasé en ese país mis ojos no paraban de escanear cada escena que ocurría a mi alrededor.

Entre mis fotografías siempre quedarán los ciervos paseando por la Universidad Católica de Lima y a 78 personas sacándole instantáneas. Tampoco se me olvidará, por muchos aviones en los que embarque, el aterrizaje entre las montañas del vuelo a Arequipa.

Por supuesto quedará en mi memoria las monjas de Santa Catalina, en como le pedíamos inocentemente permiso para hacerle unas preguntas o fotografiar su rostro hasta que descubrimos el engaño y como no, a Sor Belchi apareciendo de blanco en la oscuridad.

En mi mente permanecerá la adrenalina de subirme en una balsa para descender haciendo rafting por el río Chili y el “congelamiento” que sentí cuando me caí al agua.

En mis ojos quedará la tarde de toros y el calor de los arequipeños que nos acogieron y nos mostraron su fiesta y sus costumbres.

Cada vez que me suba en un autobús, recordaré el viaje de Arequipa a Puno, cruzando desiertos o Juliaca, la ciudad sin ley, y por supuesto la forma de conducir de los peruanos. Recordaré como en Puno me volví loca completamente y llegué a comprar 15 gorros que cargaría el resto del viaje y odiaría el último día por no caber en mi maleta.

Por el resto de mis días, recordaré el lago Titicaca. A los Uros, por conseguir que el columpio de ramas que mi abuelo me había hecho quedase insignificante al lado de todas las islas flotantes. No olvidaré el sabor de la trucha cocinada por los taquileños y a los niños correteando a mi alrededor mientras yo me ahogaba a cada paso que daba a 4.000 metros de altura. Sin lugar a duda, me llevaré siempre conmigo ver la luna ascender al cielo y su luz hipnotizadora.

Cada vez que vaya a un mercadillo en mi cabeza sonará el “señorita llévese una manta, una bolsa, un jersey…” que las vendedoras te cantaban mientras recorría las calles empedradas de Chincheros.

Tras haber leído sobre la ciudad perdida, jamás olvidaré el magnífico Machu-Picchu y de como los Incas fueron capaces de construir semejantes templos con sus propias manos.

Y por siempre, entre mis fotografías quedarán 78 caras con sus respectivos nombres, que me acompañaron en este recorrido y que compartieron conmigo risas y miradas. Momentos inolvidables que quedarán en miles de fotografías tanto en mi retina como digitalizadas.