Noticias 2013-2014, Tailandia

Aprender a ser persona en tres dias

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Sin ninguna duda la mejor parte de la expedición al llamado país de las sonrisas ha sido la completa evasión que hemos experimentado durante dos días en las selvas de Mae Taeng. El pasado domingo los expedicionarios nos fugamos desde Chiang Mai en camionetas hacia la selva tailandesa para convivir con dos aldeas durante tres días y dos noches: las tribus Karen y Lahu.



 

Una gran oportunidad de aprendizaje que hemos exprimido al máximo. Hemos vuelto llenos de fascinación y emoción por todo lo que hemos visto: Hemos conocido la tolerancia, la generosidad, la amabilidad y el respeto. Y lo hemos aprendido no desde nuestro punto de vista occidental como siempre hemos hecho, creyendo que somos los mayores inventores e innovadores de valores como estos, sino que esta vez lo hemos aprendido desde un punto de vista que nada tiene que ver con nuestro egoísta mundo.

 

En nuestro primer día hicimos una ruta subidos a lomos de elefantes, una de las mejores actividades que hemos realizado aquí. No obstante, el toque extremadamente turístico que a esto se le ha dado provocó en muchos de nosotros la decepción. Una decepción por no haber sido los primeros, ni los últimos, y por la sensación de que todo estaba preparado: Los elefantes seguían una ruta que sus guías les marcaban y que ya tenían estudiada a la perfección. Tú, como turista, podías comprar plátanos por 40 bats y dárselos, y la ruta en sí duraba unos 40 minutos.

 

Las tribus que visitamos también están preparadas para recibir a los viajeros que pasan por allí, pero no de la misma manera. Nada nos ha impedido ver cómo viven de verdad, por mucho que ellos nos hayan recibido de la mejor manera posible y haya parecido que realmente están entrenados para las visitas de los más curiosos y aventureros. Nada nos ha impedido convivir con personas que, desde nuestro punto de vista, viven en el umbral de la pobreza, pero realmente ellos sí que experimentan la verdadera felicidad.

 

 

Felicidad para ellos es tirarse en el río Mae Tang desde lo alto de una roca, ver la sonrisa de sus niños cuando reciben juguetes de desconocidos o cazar una ardilla y cocinarla para desayunar.

 

 

Y nosotros todo esto lo hemos visto, y muy de cerca.

 

 

De esta manera también nosotros hemos aprendido a ser felices con esas pequeñas cosas. Durmiendo en camas en el suelo, envueltos en mosquiteras y a cinco grados bajo cero por las noches, haciendo nuestras necesidades en agujeros y subiendo montañas para poder ir de una habitación a otra. Quitándonos los zapatos cada vez que queremos entrar en algún lugar con techo- porque forma parte de sus costumbres- reuniéndonos alrededor de la hoguera cada noche para cantar canciones y aplaudirles mientras nos hacen algún baile folklórico, bailar con ellos, ver como se ríen de nuestra manera de hablar y preguntarles cómo se dice “I love you” en su idioma.

 

 

Hemos conocido personas completamente diferentes a nosotros, de otro lugar, de otro idioma, de otra clase social, de otra manera de ver las cosas. Nos hemos dejado hacer masajes por mujeres que cargaban bebés a sus espaldas, hemos jugado con sus niños, hemos comido lo que ellos nos han cocinado, y hemos compartido risas e historias. Y todo esto ha sido real, no sería para nada necesario exagerar. Lo hemos vivido.

 

Ahora sí que ya podemos irnos de Tailandia sabiendo qué es ser persona. Sabiendo que ser persona no es siempre ser el más rico, el más guapo y el que tiene el mejor futuro. Que tal vez ellos no nos envidian para nada, sino más bien todo lo contrario: nosotros deberíamos envidiarlos a ellos, aprender de ellos. Cierto es que no tienen las condiciones de vida que nosotros tenemos, pero yo he visto más humildad y entusiasmo en los ojos de Shaví, el joven tailandés que nos ha llevado en la balsa río abajo, que en los de muchas personas que cada día veo en el metro, en la Universidad o por la calle. He visto más inocencia también, pero he respirado generosidad, confianza y amor en estos tres días, más que en toda mi vida. Nos han regalado sonrisas, historias y momentos sin debernos nada, y nos han acompañado hasta que nos hemos despedido de ellos.

 

 

Unos más, otros menos, pero todos nos han marcado. Los niños con los que hemos jugado algún día tendrán nuestra edad, llevarán la ropa que les hemos regalado y, no sabemos si ellos nos recordarán a nosotros, pero lo que sí que sabemos es que nosotros siempre los recordaremos a todos ellos.

 

 Foto: Lucía Cornejo

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