Diario de Ruta 2015, Uzbekistán

Viaje a las arenas del tiempo

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Tashkent sufre un poco lo que me ha dado por llamar el "síndrome de la ciudad impersonal": ciudades que, a base de crecer y modernizarse, terminan por ser las menos representativas a simple vista de un país (más irónico aún teniendo en cuenta que es la capital).

Ciudades moldeadas por una arquitectura práctica con fines prácticos, ideales para un funcionamiento eficiente pero tal vez -tirando de tópicos cursis- menos "exótico".

Entendámonos: Tashkent no es menos uzbeka que Samarcanda, Bukhara o Jiva; simplemente, podría ser cualquier otra ciudad de Uzbekistán y, quitando monumentos y museos, poca diferencia notaría alguien que no la conociera. Seguramente, para muchos visitantes, en cierto modo es incluso familiar. Grandes avenidas, parques, edificios de corte austero o moderno… base común de muchas de las ciudades que conocemos. Es como hacer una crêpe con distintos rellenos: ponle relleno de mermelada o de queso, seguirá siendo una crêpe; haz crecer una ciudad moderna en Uzbekistán, en Europa, en Sudamérica o en los países del Golfo Pérsico y tendrá siempre una base familiar.

Jiva, en cambio, no es una crêpe uzbeka. Es una ración de plov, el plato nacional del país. No encontrarás en ningún otro lugar una ciudad que puedas confundir con ella, del mismo modo que no confundirás un plato de plov con una paella o con un arròs brut mallorquín. 

Esta segunda ciudad en la ruta tahina sintetiza, al menos en su zona histórica (delimitada por las murallas), ese imaginario colectivo que existe alrededor de la Ruta de la Seda: las ciudades de barro y piedra, barricadas dentro de sus murallas que en tiempos lejanos les protegían (al menos de algunas) de las amenazas del hostil desierto y las vastas estepas que las rodean. Paseando por sus calles un@ ve como toman forma esas imágenes que evocan los cuentos de Oriente: las imponentes madrazas, los orgullosos minaretes y las poderosas murallas que por su color parecen paridas por la propia tierra; las estrellas y filigranas que decoran muchos rincones; los muñecos y piezas de artesanía que otrora servían para orgullo de los coleccionistas, de los museos y de aquellos lo bastante afortunados y osados que podían permitirse viajar tan lejos, y que son ahora objetivo de los viajeros que no pueden o no quieren volver a casa sin un souvenir típico. Estos últimos también ven proliferar los pequeños puestos de recuerdos, con nombres evocadores pero a veces un poco desafortunados.

Otro viejo clásico del imaginario sobre Oriente añade su propia aportación (de la que se podría prescindir, la verdad) a esta sensación de cambio: el caloret desértico y el sol abrasador, que ya a principios de verano dan la impresión de estar en un horno y que le hacen plantearse a uno si antes de la ducha no valdría la pena pasarse una lija por la piel y con lo sobrante montar un negocio de sal.

El cambio se refleja también en los rostros de los habitantes. La ciudad amurallada es un microuniverso anclado en otro tiempo, uno de esos pueblos en los que la gente se mueve sin prisa. Un partido de fútbol espontáneo que surge entre un grupo de niños que juegan en la calle, para los que ese es su mundo, y unos visitantes puntuales que lo hacen suyo por breves horas. La vendedora que se sienta pacientemente junto a su puesto de recuerdos y los recoge cuando cae la noche, haciendo lo mismo cada día durante años; un tiempo que avanza y es inmutable al mismo tiempo. La oscuridad de la noche con escasas farolas y el cielo estrellado sobre las callejuelas que traen un ambiente atemporal.

Aquí no hay ya grandes emperadores que pasen con sus ejércitos ni el bullicio de los soldados de la modernidad desplazándose a su trabajo cada día. Están sólo la ciudad y sus habitantes, como lo han estado durante siglos. Khiva, la ciudad de barro y piedra, es como un reloj de arena, que avanza para llegar siempre al mismo lugar y volver a partir del mismo lugar. Es la ciudad de piedra, que es como la piedra: no inmutable, pero demasiado sutil para percibirlo día a día.