Reportajes 2018, Yucatán

Vida en la muerte

Los mayas acostumbraban a sacrificar personas como camino para alcanzar la divinidad

Pasaron 900 años desde la construcción de Chichén Itzá hasta que Edward Herbert Thompson, arqueólogo y entusiasta de la cultura maya, comprara la hacienda donde se encontraban sus ruinas. Es inimaginable la emoción que recorrería las venas del estadounidense al extraer tantos vestigios de historia del cenote sagrado que da nombre a la ciudad: boca del pozo de los brujos del agua. Las leyendas sobre sacrificios de mujeres jóvenes fueron la principal razón que condujo a su drenaje. 

Después de costosas excavaciones, largas horas de investigación y minucioso trabajo, las leyendas resultaron ser ciertas. Pero además de hallar numerosos restos óseos humanos, se llegó a una conclusión cuanto menos curiosa. Si en occidente el sacrificio se entiende como un cruel castigo, nada se aleja más de la realidad de la cultura maya. La muerte para los indígenas resultaba no ser más que una nueva y mejor etapa. Un salto entre lo mortal y lo divino. Una oportunidad para volver a vivir pero en un mundo de dioses. 

Sin embargo, los sacrificios en el cenote no son lo único que prueba la  distendida relación entre los mayas y la muerte. La ciudad de piedra alberga también una cancha de pelota, juego popular el pleistoceno. Dos equipos, catorce jugadores y un ganador premiado con la decapitación. “Aunque algunos expertos discrepan y opinan que los que morían eran los perdedores, al igual que en el resto de la península” explica Mario XXX, guía local.

Esta perspectiva es difícil de concebir en una sociedad en la que la muerte es casi tabú. Una en la que se alarga la vida por encima de todo, siempre en busca de más tiempo y donde los ritos funerarios se llevan en silencio e intimidad, sin tener mínimamente en cuenta otros valores alabados por los mayas. Es más, fallecer en España es siempre una tragedia, cuestión delicada, casi no natural. 

Grandes contrastes marcan el tempo entre los ciudadanos que caminaron entre chamanes y los turistas que hoy deambulan por edificios descoloridos por el tiempo. Incluso los actuales yucatecos celebran el equinoccio de primavera, clara herencia de sus predecesores. Al igual que las piedras del gran observatorio solo han sido erosionadas por el tiempo, la huella histórica de esta poderosa civilización también se ha mantenido impecable.

 

Helene Pardo