Por Júlia Álvarez
Quedan cinco minutos para salir rumbo a Kijanju, en el distrito de Kabarole. Un grupo de expedicionarios llega corriendo a la recepción del hotel. Se han quedado dormidos después de una intensa fiesta de música de bongos y baile. Se han perdido el desayuno: plátano tostado, batata, tortitas y platos cocinados como ternera en salsa. Por suerte, unos túpers hacen posible la opción “para llevar”.
Superado ese bache, ya en el autobús, se avecinan cuatro horas de camino. “Mama africa” es la banda sonora que nos acompaña los primeros minutos, posteriormente se diluye el ambiente y se dan conversaciones aisladas. Los acentos y la diferencia de tiempos verbales que se usan en Canarias y Latinoamérica, en contraste con España, es uno de los temas que se abordan.
Viene la habitual parada llamada “pipi stop”, siempre realizada en sitios imprevisibles. Hoy es en los baños de una gasolinera. Al otro lado de la calle, se dibuja una tienda de extensiones para el pelo, paradas de frutas y un grupo de ugandeses jugando al parchís. Algunos expedicionarios de Tahina-Can se suman a la partida. Como es frecuente, muchos niños, con mirada expectante, acompañan la estampa.
Son casi las dos del mediodía cuando llegamos al hotel. Si una prestara mucha atención, podría llegar a escuchar los rugidos de las tripas que anhelan sentarse a comer.
La visita de hoy consiste en hacer senderismo por las cuevas de Amberu Ga Nyina. En medio de la selva, se pueden apreciar estalactitas y estalagmitas que tienen millones de años. Robert, el guía que nos acompaña, asegura que en ellas podemos visualizar el mapa de África y algunos animales como una vaca o un perro. Al lado de las cuevas, otra maravilla se esconde en el lugar. Es una cascada. Baja con fuerza y moja a los que se atreven a pasar detrás de ella.
Saliendo de las cuevas, iniciamos una ruta de trekking desde ese mismo punto. Con más o menos dificultad, subimos la Kyeganywa Hill. A 1.500 metros de altitud por encima del mar, el paisaje alcanza una belleza aún mayor. Se pueden observar los tres lagos: Nyabikora, Kyegere y Saaka. Este último contiene lava. Un verde intenso colorea el resto del paisaje.
En el camino, nos cruzamos con cabras, senderistas y niños que venden plátanos, galletas o guayabas para hacerse con algunos chelines. Ellos también suben hasta arriba del todo con el fin de encontrar clientes. Un grupo numeroso de estudiantes universitarios de entre 17 y 20 años piden animosos hacerse un selfie con alguno de nosotros. Se les concede el deseo. Esta vez la foto de grupo de Tahina-Can tiene aún más integrantes.
Es momento de volver. Exhaustos de la caminata, nuestro guía, Mark, nos da una sorpresa: nos vamos de concierto. Antes, parada en el hotel. Duchas rápidas y la cena más deliciosa y variada hasta al momento (el menú incluye pizza) hacen de preludio.
Llegamos a nuestra cita más esperada. “Afrikana Sports Bar” se puede leer desde fuera. Para entrar nos dividen entre hombres y mujeres para cachearnos. Logramos pasar el registro. “Versace on the floor” de Bruno Mars o “Diamonds” de Rihanna son algunas de las canciones que versionan. Al principio, algo tímido, el equipo de Tahina logra coger asientos y ocupar la primera fila. Poco a poco, la cosa se va animando y la energía termina contagiándose de unos a otros. Acabamos todos bailando, cantando, saltando al unísono y hasta jugando al limbo. A los músicos se les escapan sonrisas y miradas de asombro, que no son ajenas a lo que sus ojos están viendo. El grupo expedicionario persiste en su momento de euforia. Lo que está ocurriendo se podría catalogar de catarsis.
Como todo, tiene su fin. Mark avisa de que es tiempo de volver. Insiste una y otra vez en que tenemos que irnos. Una hora más tarde, cedemos, sabiendo que esta noche permanecerá siempre en nuestros recuerdos.