Apoyada sobre la cara norte, con la piel fría, mientras la cara oeste refleja los últimos rayos de un sol anaranjado, la Basílica del Señor Caído vigila Bogotá.
A sus pies un mar de edificios chocan con el cielo. Algunas torres, incluso, juegan al escondite con las nubes.
Al entrar, un blanco elegante cubre las paredes interiores de la iglesia. Cuando giro la mirada hacia un lado, una pequeña capilla me hace sentir como en casa, allá, en Barcelona. La Vitgen de la Moreneta siempre me ha protegido. Y, acá, en la cordillera oriental de los Andes, un poco más cerca del cielo, sé que su homónima hace lo mismo con los colombianos.
Fuera, con la piel fría de nuevo, miles, millones de lucecitas centellean a mis pies, como un reflejo brillante de las estrellas: son los ojos de los bogotanos. Recuerdan que la ciudad está viva, su corazón late con un ritmo caótico y colorido. A lo alto, la Virgencita los guarda.