Por encima de Bogotá, vigilando su vasta extensión, se encuentra una muralla natural de montañas: las llamadas “Cerros Orientales”. Entre ellos, el cerro que más destaca es Monserrate. A 3152 metros sobre el nivel del mar, se erige en una de las cumbres más altas que rodean la capital Colombiana, siendo visible desde toda la ciudad.
La capilla de Monserrate, fundada en 1640, está dedicada a la Virgen Morenita de Montserrat, ubicada en la montaña de Montserrat en la província de Barcelona, en España. Pero lo que empezó como una mera dedicatoria y un lugar de culto a la virgen es, actualmente, uno de los iconos religosos y turísticos más importantes de Bogotá. Como cuenta Alejandro, originario de Medellín y residente en la capital, es imposible no ver Monserrate desde cualquier punto de la ciudad: “Es un lugar tan hermoso que provoca escalofríos. Desde abajo la vista impresionante pero desde arriba aún lo es más”.
Para llegar hasta Monserrate hay tres vías: por funicular, teleférico o a pie. La primera opción es más lenta que la segunda, y brinda unas vistas menos espectaculares. Es por eso que la segunda opción es la más elegida entre los turistas y colombianos que visitan el santuario, ya sea para dar culto a la virgen o para disfrutar de la naturaleza y las vistas que ofrece gracias a su altura con respecto a la ciudad.
El teleférico asciende rápidamente desde los 2600 metros de Bogotá hasta los más de tres mil metros de altura del santuario. Una vez arriba, la vista quita la respiración. La capital se extiende a los pies del cerro como un océano movido por el viento extendiéndose hasta donde alcanza la vista. Alejandro levanta a su hija pequeña en hombros para que aprecie mejor el paisaje: “Este lugar sirve tanto para disfrutar de la vista como para unir más a la comunidad cristiana de aquí.Tiene un gran valor artístico, además de ser un icono para nuestro país”. Su mujer, nacida en Barranquilla, asiente con una sonrisa mientras contempla la ciudad a sus pies.
Poco a poco, el sol va cayendo y la noche se extiende como un manto oscuro que cubre desde las chozas más humildes hasta los rascacielos más orgullosos. Y, como si de una hoguera se tratase, se van encendiendo, como chispas, las luces del alumbrado público para dar un aspecto adormecido a la gran ciudad en apenas unos minutos. Andrés, guía turístico, mira con satisfacción los contrastes entre luces y sombras que tiene lugar cuatrocientos metros más abajo. “Gracias a la remodelación que se hizo ya no es tan sólo un lugar de culto, sino que es toda una leyenda para peregrinos, turistas y colombianos”.
Pero es dentro de la capilla donde se encuentra la joya de la corona: la virgen morena, dedicada a su homónima catalana. Se trata del tesoro que se cobija bajo el techo del santuario: el símbolo por excelencia de la capital de los colombianos. Los últimos turistas salen de su interior mientras los trabajadores del santuario se disponen a ir cerrando las puertas y una voz lejana avisa que los últimos teleféricos no tardarán en partir. “No me quiero ir, este lugar es demasiado hermoso”, declara, con rostro serio, Ariadna Hernández, miembro de la expedición Tahina Can. Resignados, los visitantes suben al teleférico y este empieza el descenso hacia la ciudad, regresando, de nuevo, al mundanal ruido que el cerro colombiano había enterrado, en las últimas horas, bajo un manto de tranquilidad.