Por Laura Ruiz Sancho
El día comienza antes del amanecer, pero merece la pena. Nos esperan alrededor de siete horas de trayecto hasta nuestro destino: la tribu guerrera y seminómada hamer.
Aunque cansados y nerviosos, desayunamos con unas vistas increíbles. Nos han preparado el desayuno en una especie de balcón con vistas al valle de los lagos Chamo y Abaya. Está amaneciendo. Comentamos entre nosotros la tranquilidad que transmite la imagen: “imagínate venirte aquí unos días a escribir”.
Pero no podemos entretenernos mucho, a las 7 subimos a los autobuses. El traqueteo de las carreteras irregulares funciona a modo de mecedora, poco a poco vamos cayendo dormidos todos. El cansancio acumulado y el movimiento hace que incluso algunos, como yo misma, que no solemos dormir en los transportes, se nos caigan los ojos y terminemos por dejar de mirar por la ventana y rendirnos al sueño.
El camino es largo y hacemos varias paradas. En una de ellas, Lluis Pont, que se describe como “ciudadano del mundo”, nos habla de las acacias y el peligro que tienen sus pinchos para los vehículos. Poco después, uno de los autobuses vuelve a pinchar. Pero, los hábiles conductores lo resuelven rápido.
Después de la segunda parada, no me vuelvo a dormir. No puedo dejar de mirar por la ventana, me siento como una niña pequeña que todo lo mira boquiabierta. Mientras, reflexiono sobre lo que viene. Vamos a ver un ritual que, desde un esquema mental occidental, puede representar un gran choque cultural.
Todo nos genera preguntas, pero tenemos la suerte de ir con Toni Espadas, fundador de la agencia Rift Valley, viajero y especialista en África oriental. “Toniii, una pregunta…” en distintos tonos de voz es lo más escuchado el bus 2. Vamos a gastarle el nombre. Alucino y admiro a Toni, ¡cuánto sabe! ¡y que bien lo transmite!
Paramos en un lugar improvisado donde comemos samosas. Hay tres opciones: verduras, carne o lentejas, de postre, sandía. El momento de ir al baño es toda una aventura. Hay baños, pero era mejor ir a la naturaleza. No entraré en detalles porque no es agradable y me recuerda imágenes y olores que prefiero olvidar.
Me llama la atención la confianza y sinceridad con la que hablamos entre todos, de cualquier tema. Parece que nos conocemos desde hace tiempo, me sorprendo incluso ahora al escribir que solo llevamos cinco días juntos.
Antes de entrar en territorio hamer pasamos por aldeas donde nos llama la atención que todos llevan un machete en la mano o colgado a un lado de la cintura. De vez en cuando nos cruzamos con niños y niñas que nos saludan con una sonrisa.
Estorninos metálicos que tienen un brillo azulado que me encanta y árboles con unas flores rosas salpican el paisaje. El paisaje es desértico, amarillento, y estas flores parecen desafiar la monocromía. A la vuelta al hotel busco y descubro que este tipo de vegetación se llama rosa del desierto y a menudo se utiliza a modo de bonsái.
El rito, el plato fuerte del día, no nos sorprende tanto como anticipamos. Aunque muchas nos perdemos el momento más chocante: los latigazos a las mujeres. La sensación general es de caos e incomodidad. Sentimos que invadimos la privacidad de la tribu. Asistimos a un evento importante y simbólico, el momento en el que un chico pasa a ser adulto. Debe saltar alrededor de cinco vacas varias veces. Más tarde, se irá unos días solo para probar que puede sobrevivir solo. Al volver, comenzará su vida con la esposa que han concertado para él.